La Puerta Negra

Todos los días, Daniel llegaba a la misma hora a casa, a la misma hora encendía el televisor, y a la misma hora metía su cuerpo sudado y dolorido bajo el agua. Lo único que rompía su rutina desde hacía 3 semanas, eran sus nuevos vecinos, los cuales se habían mudado al apartamento de enfrente. Eran los vecinos perfectos, nunca hacían ruido, y lo mejor de todo, no lo molestaban para nada. El segundo sábado de su tercera semana de compartir rellano, un ruido como de arrastrar muebles hizo que se acercara a la mirilla. No era hombre que se inmiscuyera en los asuntos de los vecinos, pero el que fuera la primera vez en tres semanas que dieran señales de vida, fue suficiente para despertar su interés y querer conocer el aspecto de sus misteriosos vecinos. Al acercarse a la mirilla le sorprendió (en el peor sentido de la palabra) lo que vio. La puerta de sus vecinos antes blanca, ahora lucía completamente negra. Daniel se preguntó en qué momento la habrían pintado, porque cuando él llegó seguía igual que siempre, o quizás era que sencillamente no se había fijado. Pero lo que definitivamente hizo que sus ojos se agrandaran y no despegara su ganchuda nariz de la puerta, fue ver cómo llegaban dos personas, picaban a la puerta negra, esta se abría, y entraban sin emitir saludo o ruido alguno. Daniel era un tipo pragmático, de mente simple, y poco tendente a los devaneos místico/intelectuales, y mucho menos a los cotilleos de rellano, pero igualmente no podría quitarse en lo que quedaba de noche aquella imagen, pues aquellas personas, no es que fueran de negro vestidas, ni que su piel fuera morena,  simplemente no reflejaban ninguna clase de luz, era como si la luz no incidiera en sus cuerpos, y por si eso no fuera poco, del interior del apartamento vecino, todo era oscuridad salvo por una leve luz blanca e intermitente que llegaba de algún rincón indeterminado.

Al día siguiente la misma escena se repitió, otra pareja y la misma luz intermitente. Daniel, estaba contra todo pronóstico genético, asustado, pues se acababa de chocar de cara contra algo completamente anómalo e ilógico. No le hacía ninguna gracia compartir escalera con una puerta negra por la que entraba gente que luego no parecía salir. Daniel se preguntaba si el anciano casero sabía que sus inquilinos habían cambiado la puerta de color, pero en seguida barrió esos pensamientos de su cabeza, ya que al día siguiente tenía que madrugar, y la rutina seguiría su curso sin que nada se alterase. Pero la rutina nocturna también continuó, y el nerviosismo en Daniel también siguió un proceso de crecida exponencial según avanzaban los días.

El cuarto sábado se propuso salir y picar a sus vecinos, pero justo cuando iba a salir, y vio entrar de nuevo a otra pareja se detuvo en seco. Suspiró y volvió junto con la televisión y el sofá.

La noche transcurrió sin ningún contratiempo entre ronquido y ronquido, hasta que su corazón dio un vuelco. Alguien llamaba a la puerta, pero no con el timbre, sino golpeando a la puerta, pero lo que hizo que las manos se le helaran no fue tanto la llamada como el ruido, pues a parte de ser arrítmico parecía como si multitud de manos cerradas aporrearan la puerta de la calle. Se colocó la bata sin abrochar, se calzó las zapatillas, tragó saliva, hinchó el pecho y abrió la puerta sin mirar por la mirilla. Barrió lentamente con la mirada la escalera mientras se atragantaba con su propia saliva, y vio para aumento de su sudor frío, que el rellano estaba vacío. La puerta de sus vecinos estaba abierta con aquella luz blanca intermitente y débil.


“A la mierda”, pensó Daniel, y entró en el apartamento vecino.

Al entrar, su primer instinto fue el de salir corriendo, pero para su asombro, no tenía la sangre tan fría como creía, pues no se movió ni un centímetro del lugar en el que estaba. El apartamento no tenía paredes, era negro y con una televisión al fondo en el suelo. De ella y su pantalla con niebla, era de donde provenía aquella luz intermitente. La espalda de Daniel y el pecho se llenó de brazos oscuros. Estaba rodeado por multitud de personas sin luz, totalmente oscurecidas a ojos de Daniel. Lo obligaron a sentarse en el suelo y mirar la niebla de la pantalla. Poco a poco, Daniel sintió disipar su mente, como si todo le invitara a seguir con el sueño. Su cuerpo se oscureció, al igual que el de sus anfitriones.


No se volvió a saber más de Daniel en el rellano y el edificio. La puerta negra volvió a ser blanca. Y el casero nunca recibió el pago del alquiler, pues el piso estaba vacío, sin inquilinos, solo con una tele vieja y rota en el suelo.

Historia escrita por- Ignacio Castellanos 

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