El Taxista (Leyenda)



Aproximadamente hace 7 años el primo de mi cuñado murió en un trágico accidente automovilístico tenía 16 años se llamaba Héctor era de el Llano Guanajuato. Cuenta un taxista de Tarimoro Guanajuato que subía gente para el llano ya que eran más o menos 30 minutos de camino.

Una noche un muchacho le pidió un aventón para su casa el taxista estaba de acuerdo ya que eran casi las 9 de la noche, el taxista relata que el muchacho no hizo platica en todo el camino cuando llegaron a el Llano el muchacho le dio direcciones de donde vivía el taxista llego a su casa, cuando se abajo le dijo al taxista que esperara para pagarle, después de 20 minutos el taxista ya estaba cansado de esperar así que toco la puerta donde vio el muchacho meterse le abrió una señora y le pregunto que se le ofrecía, el taxista dijo con un muchacho de pelo cafe y chamara negra le dijo que le pagaría ya que lo había traído hasta aquí, la mujer asombrada le dijo al taxista que se pasara y fue cuando la mujer le pregunto que si era el (le mostro una fotografía),  el taxista dijo que si la señora dijo que era su hijo y había fallecido hace unos meses en la carretera rumbo a tarimoro el taxista se fue espantado y nunca volvió a llevar gente al llano.


Historia envía por - Estrella Guzman

En el bus | On the Bus


Las calles, caminos y carriles polvosos de Colombia han sido territorio fértil para mitos y leyendas incluso antes de la llegada de los españoles. Se habla de cuentos como La Patasola, un alma en pena de una pierna que está por siempre en la búsqueda de su hijo, y como El Duende, un trasgo con las piernas invertidas que conducía a viajeros a su perdición, perturbando por siglos su tranquilidad. Aunque estas historias principalmente inquietaban a aquellos que circulaban o residían en áreas rurales, el crecimiento de las ciudades trajo consigo un florecimiento de leyendas urbanas cimentadas en la desconfianza que todavía albergamos en algún lugar dentro de la tecnología moderna. Un ejemplo de esto es el bus fantasma que presuntuosamente merodea las calles de la ciudad por las noches. Según se relata, mujeres jóvenes que lo abordan desacompañadas son encontradas mutiladas en campos de la periferia unos días después; una mirada irreparable de profundo terror ilustra el momento de su último y atormentado aliento.

Con eso dicho, dado a que ciertamente no eres una jovenzuela —al menos no la última vez que revisaste— y son las cuatro treinta en un martes por la tarde, buses fantasmas y duendes minusválidos son la última cosa en tu mente. Has estado usando el sistema de transporte público de Bogotá por más de dos décadas y tu mayor preocupación es que los niveles de tráfico han sido todo menos manejables desde que el último alcalde tomó el cargo. Sin embargo, tu casa está a ochenta bloques de distancia, así que tu única opción es esperar hasta que el bus correcto llegue. Caminar seguramente tomaría más que lidiar con algún embotellamiento.

Cuando el bus mostrando la señal de ruta que esperabas se asoma, su tarifa es doscientos pesos más baja que la cobrada estos días. Indicio de que el vehículo en cuestión es más antiguo y un poco menos confortable que la mayoría, pero a ningún conductor de buses en la historia le ha importado un comino eso. Ciudadanos que se consideran más ricos y «por sobre» este medio de transporte pagan siete veces más por ser paseados en un taxi, exponiéndose estadísticamente a mayores probabilidades de ser asaltados. Más poder para ellos, ¿eh?

Como nunca eres alguien que deja ir la oportunidad de conseguir más descuento, le preguntas al conductor si te llevaría solo por mil. Los ojos del hombre ni se apartan del camino en lo que toma tu billete y lo desliza en el monedero colgando de la palanca de cambios. Satisfecho, diriges tu atención a la cabina; lo que haría este viaje ideal sería un asiento desocupado.

Curiosamente no hay suficientes pasajeros como para que alguien tuviera que ir de pie. Unos cuantos asientos disponibles a la vista, así que escoges uno en la izquierda, por el centro del bus. Tanto el asiento del pasillo como el de la ventana están libres, y suspiras agradecido en lo que te recuestas sobre uno con tu pierna descansando en el otro. Este viaje no debería llevar mucho.

La radio del conductor está apagada y la batería de tu celular murió hace una hora; sin nada más que hacer pasas el rato viendo por la ventana, observando vendedores ofrecer su mercancía y conductores moviendo su cabeza al ritmo de cual sea la música que escuchan. 

La posición que tomaste rápidamente comienza a volverse incómoda para tu espalda, entonces te enderezas y te das un momento para examinar a tus compañeros de viaje. 

Ninguno de ellos parecen estar viajando juntos, dado que todos están en silencio mirando al frente del bus. Son también inusualmente viejos —no en el sentido de que tienen más de cien, pero en que ninguno parece tener menos de sesenta y cinco—. Encuentras esto un poco extraño, y por un momento la idea de que no perteneces ahí se dispara en tu mente. 

Es un pensamiento tonto, pero combinado con el particularmente fuerte —aunque no necesariamente atípico— olor a moho y metal te hace esperar impaciente el final del viaje. 

Como restan todavía otros treinta o cuarenta bloques, vuelves a mirar por la ventana y dejas que tu mente fluya por un tiempo.

El anuncio de la Pastelería de Pacho te saca de tu ensueño veinte minutos después. Te levantas y haces tu camino a la salida posterior, donde buscas por el pequeño botón plateado que le hará al conductor saber que has llegado a tu parada. Cuando lo encuentras bajo la puerta, notas que nadie ha abordado ni salido del transporte desde que te subiste. Dejándolo a un lado como otra extraña coincidencia, presionas el botón y te agarras de la

Estás acomodado en tu asiento, tu vista dirigida hacia el frente del bus.

Qué… ¿qué acaba de pasar? Miras alrededor y distingues que todos están sentados como hace un segundo. Tratar de hacer contacto visual con ellos es inútil, parecen estar perdidos divagando en lo que sea que sus viejas mentes divaguen. La necesidad de decir algo te llega, pero escoges permanecer silente. ¿Qué dirías, de todas formas? Estabas probablemente tan sumido en tus pensamientos que de seguro imaginaste haberte levantado a sonar la campana del conductor. Sí, tuvo que ser eso. Además, estás dos bloques tras tu parada, debes bajar del bus. Te levantas una vez más y te diriges a la salida trasera, algo intranquilo por el estoico desinterés de los otros pasajeros de lo que ocurre a su rededor.

Ahí está el botón, justo donde recuerdas que estaba. Excepto que no puedes recordarlo, por supuesto, pues nunca has estado realmente aquí atrás; quizá lo viste de reojo cuando entraste al bus. Tras agarrar el pasamanos —estos conductores ocasionalmente paran al mero instante que suena la campana—, pones tu pulgar en el botón

Estás acomodado en tu asiento, tu vista dirigida hacia el frente del bus.

Un frío desgarrador recorre tu espalda, que no decae, y en su lugar se esparce a través de cada una de tus extremidades. No es un cambio de temperatura en tu cuerpo o el ambiente, es el escalofrío que sientes cuando de pronto eres consumido por ese miedo que ligeramente precede al terror. No sabes exactamente qué ocurre, pero te quieres ir, ya no quieres seguir ahí ni un momento más. Un sentimiento de amarga soledad ahora está royendo tu mente; lo que sea que estas persona a tu alrededor piensan, claramente no les interesa en lo absoluto lo que está pasando contigo.


Por lo tanto, una vez más decides guardar silencio y solo levantarte de tu asiento, obviando el hecho de que lo hiciste con menor agilidad con la que normalmente lo hubieras hecho. Lo único que pretendes en este momento es salir del bus. Además, ya ha avanzado más de diez bloques pasada tu calle, una distancia desagradablemente larga para caminar.

En lo que reanudas tu trayecto hacia la parte trasera, una mujer anciana en las últimas filas voltea hacia ti. Su expresión no te dice nada, pero la manera en que te mira —en tu torso, para ser precisos—, como si fueras solo otra parte del vehículo, llevan más allá la casi abrumadora sensación de terror ahora corriendo por tus venas. La ignoras, no puedes entrar en pánico, no ahora. Te paras en la parte trasera del bus y en lugar de ir por el botón, le gritas al conductor. Le dices que pare, que te deje ir, que ya has sonado la campana dos veces; pero nada viene de él. Lo maldices, le dices de qué morirá y deseas que males terribles caigan sobre su ser, pero la puerta continúa asegurada. El hombre no está escuchando. O no le importa. O no quiere que te bajes. Pero a ti no te interesa lo que él quiere o no, así que te agarras del pasamanos, das un paso atrás que te da impulso, y tiras una sólida patada directo a la columna de bisagras que

Estás acomodado en tu asiento, tu vista dirigida hacia el frente del bus.

Ceguera



El despertador gritó, molesto e insistente. El hasta hacía medio segundo durmiente sacudió la cabeza, con ese pequeño susto que recibimos al despertarnos, y que se desvanece tan rápido que casi nunca lo percibimos. Todavía en la frontera de la vigilia, estiró la mano y apagó la alarma, y agradeció a varios panteones de Dioses por el maravilloso silencio.

Volvió a su posición de feto y pensó el diario “cinco minutitos más”, pero la parte adulta de su cerebro lo obligó a intentar levantarse. Retozó por unos segundos en su cama, regodeándose en el calor casi maternal de las frazadas. Gozó enormemente, bostezó y se estiró hasta el hartazgo.

Abrió los ojos y se los restregó un poco, a la vez que bostezaba. Con la oscuridad que reinaba en el cuarto, era prácticamente lo mismo tener  los ojos cerrados o abiertos.

¿Prácticamente? Era exactamente lo mismo. El recién despierto cerró y abrió los ojos, viendo exactamente lo mismo: nada. No fue consciente de esto, porque siempre dormía con la ventana cerrada a cal y canto; le disgustaba muchísimo la luz a la mañana.

Con una lentitud extrema se levantó, y sufrió un par de escalofríos mientras abandonaba el útero caliente que representaba su cama a esas horas de madrugada. Maquinalmente se dirigió hacia la puerta, esquivando los escasos muebles que había en su camino con la destreza de la costumbre. Su casa estaba perfecta: silenciosa y oscura como una tumba. Siempre bromeaba con que seguramente había sido vampiro en otra vida.

Se calzó las pantuflas, y sin prender la luz salió de su habitación. Se dispuso a atravesar el comedor para dirigirse al baño y hacer sus necesidades (a pesar de la incómoda y también diaria erección que tenía). Caminó entre las sillas y la mesa sin ver, y entró al baño, más frío que de costumbre. “bueno, después de todo es invierno” pensó mientras orinaba dificultosamente.

Apretó el botón, y el ruido fantasmal del agua yéndose quebró el silencio. Se dio vuelta y se lavó la cara, estremeciéndose cuando sintió el agua fría recorrerle el rostro. Más despejado, notó que aún en el baño seguía sin ver absolutamente nada, como si tuviese los párpados cerrados. Miró hacia donde sabía que estaba la claraboya, pero la negrura era absoluta (¿No tendría que venir algo de luz desde afuera?). Tanteó la pared, recta, esquina, recta, puerta. Volvió la mano por donde había venido, y la bajó instintivamente, adonde sabía      – sin saber que sabía – que estaba el interruptor.

Oyó el clic y entrecerró los ojos esperando el fuerte golpe de la luz, pero la negrura seguía siendo total. Esperó unos segundos, como no entendiendo, y volvió a poner el botón en “apagado”. Dos segundos más, e intentó encenderla nuevamente, pero con igual resultado: seguía totalmente ciego (mierda, se quemó el foquito).

Abandonó el baño, cerrando la puerta tras de él y dirigiéndose hacia el interruptor del comedor, tanteando mesada y pared. Luego de unos segundos, llegó y tocó el botón, pero lo único que cambió en la sala fue el “clic” que rompió el silencio, nada más (¿Yo pagué la luz este mes? Sí, sí, hace una semana). Alternó el interruptor una docena de veces, con frustración, e insultando mentalmente a la compañía de energía eléctrica por el mal servicio que le daban (puta madre, siempre pago en término, vos te atrasás y ya te cortan el servicio, pero cuando ellos te dejan sin luz está todo bien, claro, manga de hijos de mil put…). Tanteando y con las manos siempre adelante cual ciego primerizo, volvió a su cuarto, y pasó la mano por la mesa de luz hasta encontrar el celular; por lo menos podría usar la pantalla como linterna hasta buscar velas, o algo así.

Tocó la pantalla táctil, y está no respondió (¿Le cargué la batería? Sí, algo tiene que tener… roto no creo que esté, lo usé anoche…). Impaciente, tocó un par de veces más, casi clavándole el dedo, pero la pantalla no iluminaba absolutamente nada, y ni siquiera podía ver el celular. Hasta ese momento no se había dado cuenta, pero la oscuridad era tan espesa que no podía ver nada, pero literalmente nada. Colocó su mano a dos centímetros delante de sus ojos, y no podía verla. Nada, nada.

(Bueno, no pasa nada. Seguramente el despertador se adelantó y todavía es de noche, por eso no entra luz desde afuera. El celular seguramente está roto, y las luces seguramente no andan porque hubo un corte de luz… si, seguramente es eso. Ni siquiera puedo ver qué hora es en el reloj… esta oscuridad es demasiado… demasiado oscura.)

Kevin se sentó en la cama, mirando hacia adelante, pero sin ver nada en realidad. Siempre tanteando, buscó la tira que le permitiría abrir el postigo, para que entre algo de luz, que obviamente tendría que haber. Sintió el ruido del postigo subiendo, pero todo siguió igual de negro. Era, era imposible, siempre algo de luz hay en la calle, por mínima que sea. Sus pupilas estaban dilatadísimas, y podría detectar fácilmente hasta el más mínimo rayo de luz, por débil que fuese. Directamente, no había nada, nada de luz en absoluto.

Empezó a preocuparse. Instintivamente, se llevo los dedos hacia los ojos, los cerró y los tocó. Sí, seguían estando ahí, donde debían. Respiró hondo y trató de tranquilizarse, pero simplemente no podía: esta oscuridad no era nada natural, y realmente asustaba hasta la médula.

(¿¿Qué carajo está pasando?? Esto no está bien, no está nada bien. No puede ser que no entre luz de afuera… algo, algo tiene que entrar por poco que sea. Encima me siento un poco mal, no tengo que dejar que esto me afecte. Dentro de poco va a volver la luz y va a ser todo normal. Ah, claro, soy un idiota. Si hubo un corte de luz, y hoy hay luna nueva, es obvio que no va a entrar la luz de afuera. Pero, pero algo tendría que entrar, siempre un poquito hay, para por lo menos ver algo, por tenue que sea.)