"EL PACTO DE LÁZARO"


Historia escrita por - Fernando Solano

- ¡Lázaro, ya levántate! - exclamó mi madre con un grito que llegaba hasta la calle.
- ¡Ya voy! - respondí.

Pero bueno, no sé porque mi madre insiste tanto en que yo vaya a la iglesia, no comprendo esa necedad por parte de los padres de tener que acudir a un lugar donde según es la casa de un dios todo poderoso que creo la tierra y todas las cosas que habitan en ella, incluyéndonos. El punto es, ¿por qué se aferran nuestras madres en acudir a dicho lugar?...

- ¿A qué hora Lázaro?, ¿crees que tengo tu tiempo? - decía mi mamá con un tono de molestia.
-  ¡Ya, ya, ya... vámonos! - le decía a mi mamá mientras caminábamos hacía la iglesia.

Bueno, ya estamos aquí en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, lo único bueno, son las nieves de don Francisco, son riquísimas, creo que lo compensa la levantada de mi cama en domingo.

Volteó y me pregunto ¿qué hace toda esta gente repitiendo oraciones y cantándole a un personaje ficticio?, ¿Cómo es posible que se dejen manipular tan fácilmente?. La verdad es que la iglesia es fantástica, tiene muchos detalles bastante hermosos, pues como no, con todas las limosnas que recaudan de lunes a domingo se puede juntar bastante dinero como para poner cinco iglesias más.
El punto es que no creo ni en dios, ni en el famoso satanás, o como mi abuela lo llama: Lucifer. Se me hace tan patético que la gente pueda creer y temer a estos personajes tan falsos, pero bueno, cada quién es libre de creer lo que se le dé la gana.

- ¡Lázaro! - me dice mi madre, con un tono de murmullo:
Requiero que pases a recoger unos papeles  a la casa de tu abuela, ahorita que salgamos de misa.
- Esta bien - le respondí.

No sé por qué, pero la calle de mi abuela me pone un poco nervioso, sobre todo por la casa de a lado, esa vieja propiedad me causa bastante intriga. Su energía que emana me pone un poco mal, sus paredes grises y viejas me hacen tener pesadillas en las noches más tormentosas. Recuerdo que cuando era más chico, escuchaba historias un poco macabras acerca de su dueño. Lo poco que sé es que el propietario es un viejo veterano de guerra, que cuando regreso de pelear del centro de África, no volvió a ser el mismo, bueno eso dicen sus vecinos, sobre todo mi abuela.

- Toc, toc...
- ¿Quién es? - exclamaba una voz un poco cansada.
- Soy yo abuela, Lázaro. Vine a recoger unos papeles de mi mamá - le respondí.
- Pásale, hijo. Iré a buscar los papeles. ¿No quieres un vaso de té helado antes de irte?.
- ¡Gracias abuela!, pero tengo un poco de prisa. En ese momento no me quede con la duda y le pregunte: Abuela, ¿qué sabes del señor de la casa gris?
- Pues no mucho, hijo. Solo sé que es un viejo soldado que regresó, la verdad es que no tiene familiares, vive solo, muy pocas veces lo he visto salir, cuando sale, siempre se cubre con una capucha negra, como si no quisiera que le diera el sol. Pero, repito... solo lo he visto un par de veces, es muy reservado, y al parecer no le habla a nadie.
- ¿Qué antipático, no crees abuela?.
- Hijo, no lo podemos juzgar. Aparte recuerda que es una persona mayor, no tiene familia y aparte viene de la guerra, la guerra cambia a las personas.

Después de unos minutos mi abuela me dio los papeles, y salí de su cálida casa. Cuando iba pasando en frente de la casa gris, me pude dar cuenta que se movía la cortina de una de las ventanas que daban hacía la calle. En ese momento mi cuerpo se puso helado, como si una horrible tormenta de nieve me hubiera alcanzado. Cundo me di media vuelta me percate que una persona me pedía ayuda.

- ¡Auxilio, auxilio...!, que alguien me ayude - exclamaba una persona con una voz ronca al interior de la casa gris.

Cuando entré, me percaté que había un anciano de estatura pequeña, se encontraba tirado a un lado de una vieja mecedora.

- ¿Está bien, señor? - le preguntaba mientras lo ayudaba a levantar.
- SI, gracias por acudir a mi auxilio - me respondía con una sonrisa un tanto macabra.

Cuando lo coloque cerca de la ventana, pude ver su aspecto, el cual me estremeció. La piel de su rostro era pálida y azulada, como si no le hubiera dado la luz en meses, tenía el cabello blanco (el cual solo cubría algunas partes pequeñas de su cabeza), tenía una pequeña barba de chivo, pero sobre todo, lo que realmente me asustó fue su mirada penetrante y llena de maldad, eso ojos jamás los olvidaré, eran pequeños, de color amarillento, como si fueran dos canicas. Me quede petrificado...

- ¿Todo bien?.
- Si, todo bien.
- Te pregunto porque parece como si hubieras visto al mismísimo diablo en persona - me lo mencionaba el anciano con una sonrisa un tanto burlona.
- No señor, para nada. Todo bien, lo que pasa es que me sorprendió verlo tirado y darme cuenta que nadie estaba cerca para ayudarlo.
- No hay nadie, porque vivo solo. ¿Cómo te llamas muchacho?
- Lázaro, señor.
- Mucho gusto Lázaro, mi nombre es Lucio. Por cierto te agradezco mucho por tu ayuda.
- No hay que agradecer - le respondía con un poco de prisa.
- Lo siento, me tengo que ir. Que tenga usted un excelente día y tenga mucho cuidado - me encaminaba a  la salida, al mismo momento que me despedía.
- Hasta luego, Lázaro. Ya nos veremos más adelante - me despedía mientras una carcajada tenebrosa salía de su boca seca y pálida.

 Esa misma noche me encontraba pensando en lo que había sucedido, en la situación del anciano, pero sobre todo en el aspecto que tenía. Eran las 12:00 de la noche y no podía dormir, al recordar al anciano me causaba una sensación de miedo y ansiedad, tuve que tomar una pastilla para poder dormir. Esto no era normal.

Al día siguiente me preparaba para ir a la universidad, y seguía pensando lo ocurrido el día de ayer.

- ¡Lázaro! - gritaba mi madre.
- ¿Ahora qué mamá?.
- Estos no son los papeles que te pedí, saliendo de la universidad, quiero que pases de nuevo con tu abuela, y me los traigas - me decía mi mamá mientras yo hacía muecas de enojo y frustración.

Ya en la universidad...

- Oye, Lázaro. ¿Vas a ir a la casa de Michelle esta tarde? - me preguntaba mi amigo Roberto cuando salíamos de la clase de filosofía.
- No puedo, Roberto. Tengo que ir por unos papeles a la casa de mi abuela.
- ¿Te vas a perder la reunión?. Michelle va a estar esperándote.
- Lo sé, pero mi mamá me lo pidió. Voy hacer todo lo posible por llegar más tarde.

Llegando a la casa de la abuela, me encontraba con una nota de ella que decía:

"Lázaro, hijo... regreso a las tres de la tarde,  no te muevas de ahí. Besos, tu abuela Gloria.”

- Perfecto, ahora a esperar. ¿Así o más aburrido? - gritaba con enojo mientras pateaba una lata de refresco que se encontraba en la entrada del  pórtico de mi queridísima abuela.

De repente me di cuenta que la puerta de la casa de al lado estaba abierta. En eso me entro un momento de curiosidad, pero a la vez de miedo, sin embargo, no lo pensé más y entre, fue como si una fuerza de atracción tuviera poder sobre mí. Ya estando adentro me di cuenta que la casa estaba vacía, que lo único que había era la mecedora vieja del otro día, en medio de un símbolo muy extraño. La situación empezó a ponerse un poco tenebrosa ya que no había nadie. La casa estaba con poca luz, había un olor peculiar, una combinación de huevos podridos y humedad; de pronto...